MESSI Y LA VUELTA OLÍMPICA CON LA COPA EN ALTO
“Vamos Argentina la concha de su madre, somos campeones del mundo”. Lionel Messi agarró el micrófono y por los parlantes de todo el estadio Lusail resonó su grito de desahogo. El grito resumió la alegría de todo un pueblo. Un pueblo que lo abrazó a la distancia y lo subió al pedestal del mayor ídolo popular para las generaciones que vienen.
Lo soñó Messi y lo festeja toda la Argentina. El campeonato del mundo, que finalmente pudo coronar esta noche bajo el cielo qatarí, lo habrá imaginado Leo desde ese primer viaje de Rosario a Barcelona. Cuando Gonzalo Montiel convirtió el penal que le dio la copa a la selección, lo primero que hizo Messi fue ir a abrazarse con su familia. Con Antonela, su novia de la infancia, sus hijos, sus compañeros y su hinchada.
Ese rostro de felicidad, de esa mochila que se cargó el solo sobre sus hombros, se refleja hoy en cada uno de los hinchas que no se quieren ir. Y también está entre los millones de argentinos desperdigados por todo el mundo.
Más de una hora había pasado desde el final del partido. Una final tremenda que se vivió con el corazón en la mano para los más de 30.000 argentinos presentes esta noche en el estadio de Lusail. Abrazos, llantos, puños al aire. La celebración parece que no va a terminar más.
Si anoche nadie pudo pegar un ojo por la tensión de la final, hoy tampoco será el momento de dormir. Los pasajes empiezan a marcar que la hinchada más seguidora de esta copa del mundo tiene que emprender el regreso a casa. Ya no importa el tiempo, el dinero gastado. El esfuerzo valió la pena.
La copa seguía ahí, cerca del círculo central. El plantel de Scaloni se confundía con una marea de familiares, que se podían reconocer por el número de las camisetas. Los más numerosos, la familia Di María, que sumaban cerca de treinta y celebraban con el hombre que marcó un golazo en la final y no paró de llorar en el banco de suplentes.
Los números 7 de la familia De Paul estaban en uno de los rincones hasta que fueron a colgarse del arco histórico, abrazos con el ladero del capitán. O los cordobeses con la 9 en la espalda que se fundían en llantos con Julián Álvarez.
La cabecera donde Dibu Martínez se convirtió en otro de los jugadores más queridos de la historia de nuestro fútbol seguía ahí. Recuperando el aliento de un partido que parecía ganado pero faltando diez minutos se convirtió en un verdadero calvario. El alargue, los penales. Todo el sufrimiento de tantos minutos, pero también de tantos años, resumidos en esta noche inolvidable al borde del desierto.
El césped era una procesión de familiares. Y ahí seguía él. Messi, sentado con sus tres hijos en la misma tarima donde hacía un rato había recibido el premio al mejor jugador del Mundial y también la copa del mundo.
El mejor jugador del mundo es un hombre común. Uno que siempre vuelve al barrio aunque sea el más caro del planeta. Cualidad necesaria para ser el ídolo popular que los chicos recordarán cuando sean grandes. En el Mundial más maradoniano de todos, el primero sin el capitán eterno, Leo se acordó en cada partido de su antecesor.
Algo volaba en el aire de la fresca noche de Doha antes del comienzo del partido. La idea de que hoy era el momento indicado. Era el último boleto para subirse al tren de un Mundial de Leo Messi. El rosarino se propuso su objetivo personal: lo soñó, lo preparó y lo ejecutó. Con él, 45 millones de argentinos se plegaron a una fiesta interminable que llevarán desde Doha hasta Buenos Aires.